El espejo


Le miró a través del amplio espejo del baño, y se dio cuenta de que desconocía lo que estaba al otro lado. El cristal le devolvía una imagen difuminada, una figura borrosa que se lavaba los dientes mientras ella se quitaba las últimas horquillas del pelo. Un hombre que ya había perdido la mayor parte de su atractivo anterior, con canas en los pocos espacios que le sobrevivieron a la alopecia. Arrugas por todo el rostro, que si bien en algunos momentos pueden hacer que una persona resulte más interesante, a él le desfavorecían, formando grandes surcos donde antes ella posaba sus labios.

Hacía ya mucho que no le amaba, o al menos, no como al principio de su matrimonio. Había llegado a un punto obsoleto de rutina, y lo que antes era amor, al principio fogoso y carnal, luego sereno y maduro, se había convertido en un cariño, que ella creía profundo, y que en muy raras ocasiones (muchas forzadas por los acontecimientos: aniversarios, cumpleaños...) pretendía reavivar las pocas brasas encendidas que quedaban de un amor ya apagado, por el desgaste y el paso del tiempo.

Pero en aquel momento, frente al espejo, ese cristal que muchas veces nos da bofetadas de realidad, lo único que le inspiró su marido fue lástima. Un ser quejumbroso, pesado, desgastado,... inútil. Ya no había cariño, ya no había recuerdos. Ya no quedaba amor.